Siempre he escuchado decir que la lluvia tiene la propiedad de purificar y limpiar. Quizás por eso disfruto tanto de las tormentas que repentinamente azotan las aceras de Caracas durante la temporada. En el trópico la lluvia es diferente al resto del mundo. El agua es tibia y bendita. Yo creo que es porque cada gota esta compuesta del sudor y las lágrimas derramadas por los indomables habitantes de esta ciudad enloquecida, que huyen hacia la montaña buscando refugio. Ya en la tarde las nubes se cansan de escuchar tanta miseria y se reclinan sobre las laderas del Ávila, buscando su apoyo. Entonces la montaña se esconde tras la bruma y llora con voz ronca de relámpagos, y la gente se apura en vano. La lluvia siempre nos toma desprevenidos. En instantes la furia se desata: las grandes gotas se estallan sobre parabrisas y jardines, se mojan los mototaxistas y la guacamayas, se inundan las calles y todo se paraliza. Falla la luz, falla la internet, falla el cable y el satélite. Descubrimos que el progreso es sólo una ilusión. Fallan nuestros muros y se nos moja el alma. Recordamos que somos seres indefensos, y que lo único que tenemos para protegernos de los elementos es al otro. La lluvia explota la burbuja donde vivimos y nos arrastra por calles de tierra y excremento donde finalmente todos somos lo mismo. Y luego se detiene. De pronto, y sale el sol. Pero ya no somos los mismos. Llegamos a casa húmedos y agradecidos. Abrazamos lo que tenemos con un afán de miedo, y recordamos con tristeza a los que no llegaron. Y si. Creo que por un instante, nos volvemos más puros.