Arroz con leche
me quiero casar
con una viudita
de la capital.
Desde que tengo memoria, mi madre siempre trabajó. En los ahora lejanos años de mi infancia, era extraño que las mujeres dedicaran su tiempo a otra cosa que no fuera el mantenimiento de la casa y la familia, pero mi mamá se estrenó en el emprendimiento cuando aquello todavía no era una moda. Eso no significaba que tuviera la libertad de abandonar las labores que se suponía eran su responsabilidad femenina. Asi que sus tres hijos la vimos transitar en delicado equilibrio entre las labores del hogar y el trabajo, sin contar además con la ayuda solidaria de algún familiar o amigo de la familia. Pronto entendí que mientras la mayoría de mis compañeros tenían a su disposición en las tardes deliciosas meriendas preparadas con esmero para ellos, mi mami estaba en la tienda hasta las ocho de la noche, atendiendo las exigencias de las mamás de otros niños. Y por eso en mi casa las meriendas eran la versión gallega de la comida rápida: galletas María, plantillas Rosario, ponquecitos once once, pan de a locha con una onza de chocolate de taza, cambúr, pan con mantequilla y azúcar. De vez en cuando y como un gran lujo había la posibilidad de un flan o gelatina Royal o una ensalada de frutas casera. Pero hasta allí llegaba el asunto. Nunca hubo tiempo para experimentar con nuevas recetas de tortas caseras, bienmesabe o quesillo.
Por eso para mi el arroz con leche representa mucho mas que mi postre favorito. Arroz con leche es al mismo tiempo el sonido y el sabor de mi infancia. Es jugar en el patio de recreo con ganas de que llegara la hora de ir a casa, pero sobre todo es el milagro del amor maternal, mas allá de los limites. Y es que el arroz con leche que prepara mi mamá tiene un sabor y textura que no se parece a ningún otro que haya probado. Un postre hecho en casa con pocos ingredientes tratados con el respeto por el momento que solo tiene el amor: Unos pocos granos de arroz cocinados pacientemente por horas, a pesar de las prisas, hasta convertirlos en suavidad aterciopelada. La cremosidad de leche fresca, sin trampas de latas. El dulzor de un azúcar blanca y pura. Y el toque final y delicado de una rama de canela y una concha de limón, que con sus aromas realzan la simpleza del sabor genuino. Un postre casero, dulce y honesto, que no pretendía ser ninguna exquisitez. Un placer doméstico, simple, cargado de todas las cosas buenas que tiene lo cotidiano. Delicioso en su frescura. Confiable.
Pero sobre todo esa taza de arroz con leche representaba para mi la generosa manera en la que mi madre hablaba conmigo, la mas golosa de la casa, la del medio, expresandome en su propia manera que yo era especial y que ella estaba consciente de mi, de mis gustos y mis necesidades y estaba dispuesta a quedarse un rato mas despierta para complacerme. Ese era un regalo invaluable. El olor de la casa impregnada de canela al irme a dormir, era la promesa de que habría alegría al día siguiente, porque en la nevera estaría esperándome un bowl de sabor para hacer las tareas de la tarde. Un postre sólo para mi, porque ese arroz con leche tenía mi nombre, y ninguno de mis hermanos queria disputarlo. Y así frente a las comiquitas de la tarde, descalza y sentada en el piso, con un plato de aquel manjar blanco espolvoreado de aroma, la felicidad era posible y perfecta.
A medida que me acercaba a la adolescencia el postre de la niñez fue desapareciendo de mis tardes. Queriendo dejar atrás a la niña pequeña que fui, cometí el error de confundir el arroz con leche con la dependencia materna y fui abandonando aquel placer infantil junto con los rompecabezas y libros de cuentos. La perenne lucha contra la fastidiosa grasa que me ha perseguido toda la vida convertía en casi un pecado el pensar en preparar postres en casa. Aunque de vez en cuando cedía ante la tentación de un Arroz con leche comercial como el Chico Rico, este nunca satisfacía los anhelos de placer culposo. Pasaron muchos años de dieta e independencia sin arroz con leche. Llegó entonces el momento de cantar «Arroz con leche me quiero casar» y formar mi propia familia. Con la bendición de los hijos vinieron lo anhelos de revivir la infancia, y con los recuerdos volvió el deseo de los sabores de la niñez. Pero a mis hijos no les gusta el dulce, y no sueñan con empalagosas meriendas. Tampoco a mi esposo le gusta el arroz con leche, por lo que no puedo escudarme en la excusa de consentir a la familia. Por eso cuando preparo arroz con leche en casa, es una de esas cosas que hago solo para mi, un pasaje a mi infancia feliz, en los brazos del amor materno, el puro placer de disfrutar sin culpas. Cuando me siento triste o enferma, o simplemente cuando necesito decirme a mi misma que me amo, dispongo una gran olla en la cocina y preparo con amor un rico arroz con leche al estilo de mamá, y disfruto de volver a sentirme consentida y querida.