Se detiene en el semáforo, cerca de mi. Con un sobresalto en el pecho, aprieto la cartera contra mi cuerpo y retrocediendo un paso, lo miro con recelo desde la acera mientras espero mi turno para cruzar. Es joven, quizás unos veinte años y no me mira. Su vista se extravía más allá de la luz roja. De pronto un detalle que parece fuera de lugar en esa escena urbana cotidiana llama mi atención: desde la esquina externa de su ojo, rueda en línea recta una lágrima, dejando una estela húmeda sobre la piel oscura y polvorienta de su mejilla. En un gesto que interpreto como orgullo o rebeldía, no intenta limpiarse el rostro. Sus manos permanecen tercas sobre el manubrio de la moto, intentando mantener el control. Sumido en quien sabe que pensamientos, su dolor está muy lejos. A sus espaldas, en el puesto de pasajero, va una señora con un feo uniforme verde de oficina. A pesar de lo cercano que viajan sus cuerpos, parece haber un abismo enorme entre ellos. Ella no sabe de su llanto, ni él de la fantasía que ella tiene escondida en la lonchera. Sus vidas son ajenas realidades que cabalgan juntas por un destino, que lo convirtió a él en mototaxista y a ella en pasajera. Dos historias, dos mundos, dos galaxias que apenas se rozan cuando la inercia del arranque se los lleva en la misma dirección. Y entonces la lágrima desaparece entre el tráfico y el smog, sin que nadie más que yo sepa que estuvo ahí.
En Caracas la vida nos sorprende en cada esquina y el llanto viaja en dos ruedas, recordándonos que lo inhumano es poco más que una máscara agrietada y seca por donde se desliza nuestra realidad.
Cuando finalmente cambia la luz y llega mi turno, cruzo la calle con un poco menos de miedo y un poco más de compasión en la cartera que aún aprieto contra mi cuerpo.