Que bueno que viniste.
Aquel parecía ser el amanecer de un día cualquiera. Terminaba Enero y la casa se acostumbraba de nuevo a la rutina matinal. Los niños se cepillaban los dientes, mi esposo se vestía y yo preparaba las loncheras. Olía a café y a mañana. El sonido del teléfono me sobresaltó. Las llamadas a tan tempranas horas son siempre un mal augurio, porque las buenas nuevas pueden esperar hasta las ocho. Pensé que se trataba de la señora del transporte, que había tenido algún percance y mientras me acercaba al teléfono empecé a coordinar en mi mente el plan alternativo para llevar a los niños a la escuela. Me interrumpió la voz de mi mamá al otro lado de la línea. Intentaba parecer tranquila, pero su tono tenía gusto a lágrimas contenidas.
-Hola nena. ¿Cómo estás?
-¿Qué pasó? -pregunté alarmada sin dar respuesta a su pregunta.
-Tu papi no se siente muy bien. Creo que deberíamos llevarlo a la clínica. ¿Tú puedes venir a buscarnos? -sentí que el piso donde estaba parada se volvía de goma espuma. Muy mal se debía sentir mi papá si había accedido a ir a la emergencia de una clínica.
-Claro mami, quédate tranquila. Dejo a las niños en el transporte y voy para allá. Váyanse preparando-. Colgué y le comenté las noticias a mi esposo quien abrazo mi cuerpo y mi preocupación, y se ofreció a acompañarme por si podía ser de ayuda.
Mi padre siempre fue luchador: inmigrante, emprendedor, sobreviviente de dos canceres distintos. Recientemente una moto que circulaba en sentido contrario lo atropelló cuando cruzaba la calle. Tenía ochenta y un años e iba diariamente al gimnasio en transporte público. No se rompió ni un hueso, pero su cabeza golpeó el borde de la acera. Luego de examinarlo los médicos de la emergencia nos dijeron muy serios: tiene un veinte por ciento de probabilidades. Aquel golpe dejó sus huellas: lo envejeció y lo debilitó. Afectó su carácter alegre e independiente. Pero sobrevivió, y luego de más de un mes hospitalizado volvió a casa por sus propios medios, recuperando sus disciplinadas rutinas de yoga y caligrafía, feliz de derrotar al ochenta por ciento.
Quizá por eso me costaba entender que podía haberlo enfermado de repente. Lo había visto bien la semana anterior. Mientras maniobraba a través del tráfico de La Candelaria mi mente preguntaba y respondía, intentando adelantarme a los posibles escenarios: Un infarto, un ACV, una crisis hipertensiva. Pero nada podía prepararme para lo que me esperaba al llegar al apartamento: Mi padre se había desplomado en el pasillo cuando regresaba del baño a la habitación, y mi madre incapaz de levantarlo intentaba en vano subirle el pantalón. Las ventanas cerradas guardaban el olor de orines y vómito. Él estaba muy pálido. Ella lloraba. Logramos levantarlo y sentarlo en una silla para asearlo y vestirlo. Él estaba consciente y me decía «Que bueno que viniste». El ascensor que atiende el piso cuatro no funcionaba y había que bajar al piso inferior por las estrechas escaleras de caracol. Tuvimos que pedir ayuda a un vecino, pues no podíamos entre dos personas con su peso. Yo iba diciéndole todo el tiempo que no se preocupara, que todo iba a estar bien, pero creo que me lo decía a mí misma más que a él. Finalmente logramos montarlo en el asiento trasero del carro, con mi madre a su lado, y nos dirigimos al hospital más cercano. Ella iba hablándole todo el tiempo, acariciándole el rostro, mientras intentaba responder a mis preguntas y nos contaba que él había estado bien el día anterior, que se había quejado de sentirse algo cansado por lo que se acostó temprano, y que se deterioró rápidamente a lo largo de la noche. El tiempo y los carros se movían como el ketchup en una botella, pero eventualmente llegamos a la emergencia y en un momento desapareció en una silla de ruedas, a través de unas puertas de cristal, atendido con diligencia por un ejército de médicos y enfermeras.
Esa fue la última vez que vi a mi padre consciente. Nunca imaginé que al día siguiente sostendría su mano mientras respiraba por última vez. Una infección lo devoró en menos de cuarenta y ocho horas y no hubo forma de detenerla. Su cuerpo no se defendió, no hubo lucha. De haber sabido el desenlace ¿Qué le hubiera dicho? ¿Qué hubiera hecho distinto? ¿Cómo habría podido despedirme de él? Algunas noches me despierto con la imagen de las puertas de vidrio que se cierran, y pienso en como todas nuestras certezas pueden cambiar en un instante. Luego de habernos dejado creer por años que la habíamos derrotado, la muerte fue implacable, veloz y simple en su triunfo. Nos dejó impotentes y vacíos frente a un rectángulo de tierra rojiza y flores, buscando consuelo en la idea de que él no sufrió, y que nosotros sufrimos su ausencia, pero no su agonía.
Tu ejercicio de escritura me trajo a la memoria la muerte de mi padre hace ya tres años. En una semana todo se acabó y le faltaba un mes para cumplir 91 años. A pesar de la pena prefiero que sea todo rápido. Las largas enfermedades acaban con la familia entera. Una amiga de la universidad me contaba llorando que su mamá enferma de Alzheimer ya no la reconocía. Sufre la mamá, sufre la hija y todos los días mueren un poco.
querida sobrina la manera que escribes esos momentos tan dolorosos me hace como estar en ese lugar y momento presente lo cual el dolor que sentimos en elmomento que nos lo comucasteis se me hizo presente otra vez pues esta en nuestros recuerdos presente pues su carácter y su afán por la vida nos contagiaba siempre lo tendremos presente en nuestros como están todos ustedes ,besooss